En un registro semejante, puede vislumbrarse que el ajedrez es uno más Quién no conoce A través del Espejo (1871).
En esta segunda parte de Alicia en el País de las Maravillas, Lewis Carrol utiliza innumerables referencias al ajedrez y ubica a Alicia en el rol de un peón blanco que avanza hasta coronarse reina y ganar la partida. Pero no sólo Carrol.
Robert Chambers (1865-1933) en “A Matter of Interest”, Edward Robert Bulwer-Lytton (1831-1891) en “The Chess-Board”, Thomas Hardy (1840-1928), en “A Pair of Blue Eyes”, Joseph Sheridan Le Fanu (1814-1873) en Checkmate y Edgar Allan Poe (1809-1849) en “The Devil that Troubled the Chessboard”, “Murders in the Rue Morge” y “Maelzel's Chess Player” usan el ajedrez como un elemento esencial de la trama.
Hemos elegido como ejemplo para este libro “The Chess Player” (también llamado “Moxon's Master”), un relato sobre un autómata que Ambrose Bierce (1842-1914) concibió en 1909 porque de alguna manera es una especie de culminación del período y define una forma de utilizar el ajedrez para advertir ingenuamente sobre los peligros de la ciencia.
Por supuesto —casi sobra decirlo— el ajedrez y la literatura que hace referencia al juego, “explotan” en el siglo pasado, el XX. Entre Sholom Aleichem que escribió “From Passover to Succos” en 1907 o “El gambito de los tres marineros” (1916) de Lord Dunsany y algunas de las más poderosas historias de ciencia ficción jamás escritas como “El manicomio de 64 cuadros” de Fritz Leiber, (1962) y “La variante unicornio” de Roger Zelazny, (1981) hay incontables obras de creadores mayúsculos cuyo tema central es el ajedrez.
Por citar sólo a unos pocos, La Defensa (1930) del ruso Vadimir Navokov, es la historia de un gran maestro de ajedrez llamado Luzhin quien encuentra cierto equilibrio mientras juega, pero que en la vida cotidiana es una especie de tullido emocional.
Otro buen ejemplo es una novela corta del judío austriaco Stefan Zweig, quien escribió El jugador de Ajedrez en 1941, posiblemente el texto que mejor partido le ha sacado al significado profundo del juego, utilizándolo para describir una situación de máxima tensión psicológica.
Un ejemplo reciente sobre historias en torno al ajedrez es la exitosa novela policial del español Arturo Perez-Reverte, La Tabla de Flandes (1990). En ella el ajedrez es utilizado por un asesino, quien deja pistas de sus siguientes pasos a través del desarrollo de una partida.
Podríamos seguir acumulando autores y obras —lo que no estaría nada mal, habida cuenta de que su utilidad como guía de lectura no estaría en discusión— pero es preferible usar el espacio para señalar con qué se va a encontrar el lector en las próximas páginas.
Ya hemos mencionado las obras “históricas”: Rabelais, Bierce. Pero como el propósito de esta antología es presentarse como un testimonio vivo de lo que el ajedrez puede aportar a la literatura, hemos volcado el grueso de la carga en textos contemporáneos.
En el cuento "Zugzwang", Rodolfo Walsh pone en boca de uno de sus personajes, el comisario retirado Laurenzi, unas palabras que definen ajustadamente la idea que impulsa al escritor cuando mueve a sus personajes por configuraciones análogas a las del ajedrez. "Pero había algo peor, algo indefinible y siniestro, algo que se parecía —diría yo— a una segunda partida simétrica e igualmente predestinada. El otro plano, ¿comprende? El plano personal, desenvuelto en lucha".
Walsh explora las líneas que unen el universo simbólico del ajedrez y el mundo real y describe la intrusión del juego en el comportamiento de las personas. Abelardo Castillo, en "La cuestión de la dama en el Max Lange" parece proceder a la inversa cuando narra el uso que hace un ajedrecista de los códigos que rigen los torneos para resolver una situación de su vida personal. Y el personaje de Castillo no se limita a eso: su lógica en la vida es la del juego. Aislar, bloquear, eliminar son términos perfectos en uno y otro universo. Tanto valen para suprimir un alfil particularmente molesto o a una esposa infiel...
entre tantos lenguajes que hemos creado los seres humanos; expresiones con sintaxis propia y gramáticas peculiares, con diversos niveles de destreza, con sutiles pero profundas diferencias en su comprensión. Por eso mismo se puede suponer que el jugador más talentoso naufraga cuando se propone, lejos del tablero, anticipar las jugadas de los otros.
Para un ajedrecista que escribe (o para un escritor que juega al ajedrez), es muy difícil sustraerse a las tentaciones que ofrece "el otro plano", rechazar el impulso de recorrer los laberintos sin reparar en los riesgos. Las "variantes", esas infinitas ramificaciones que se despliegan a partir del comienzo mismo de la partida, son tramas posibles; el recorrido de las piezas, las redes que forman, como tejidos, como texto, como paisajes, son, en sí mismas, ficciones. Cada jugada es, potencialmente, una ficción, sin mezquindades ni retaceos.
Algunas de esas posibilidades se despliegan en las páginas siguientes, posibilidades variadas y por momentos antagónicas. El lector hallará el ya mencionado episodio del Inca Atahualpa y sus captores (y futuros asesinos) españoles. Aquí el ajedrez es la excusa. Pero se atisba la posibilidad de reescribir la historia. ¿Qué habría ocurrido si el Inca, anticipando la jugada de Pizarro, hubiera movido sus piezas de otro modo? ¿Hay más de un modo de moverlas?
La respuesta la da una prolongada, casi infinita partida que disputan unos rústicos campesinos iraníes y un poderoso jugador que vive en otro sistema solar. Esto habría sido considerado "ciencia ficción" en otro momento, pero no ahora. Aquí la fantasía se ata a las reglas del más puro naturalismo.
¿Cómo se vinculan aberraciones como la represión, la tortura y la humillación con una partida de ajedrez? El juego puede enlazar episodios del pasado remoto, del pasado reciente y de un futuro posible. Otra vez, el ajedrez es el nexo que vincula épocas y memorias, pero también el espejo testigo de los hechos.
Queda un espacio para la poesía. Un tono añil, la pesquisa del vacío, el cálculo profundo. Las piezas avanzan y retroceden, saltan y flotan al ser retiradas del juego; el tiempo es un vuelo; el espacio, una alegoría.
Y queda un espacio para la maravilla: unas gafas que siempre muestran la mejor jugada a quien mira a través de ellas. Pero, ¿acaso sabremos alguna vez cuál es la mejor jugada?
Las jugadas pueden ser lentas como los imperios, cabalgar los siglos, traspasar las generaciones en una partida que enhebra el tiempo en su acepción menos fiable. ¿Y si fuéramos prisioneros de una partida así, que disputan Dioses invisibles? Todos nos hemos hecho la fantástica pregunta, que no por vana es menos fatal. En busca de una respuesta invocamos, provocamos e imprecamos. Pero es posible que seamos sordos a la lógica de la réplica.
Por eso he dejado a Borges para el final, porque sé que el tenue Rey y la Reina encarnizada podrían apropiarse de los milagrosos rigores del dios detrás de Dios, el que empezó la trama de polvo y tiempo y sueño y agonía. Y podrían hacerlo porque Borges, indolente, distante, se limitó a sembrar su obra de tenues referencias ajedrecísticas, pero nunca quiso o supo escribir un cuento "de" ajedrez. Esto no es crítica ni menoscabo: tal vez no vio en las trayectorias más que tenues e insustanciales aleteos o no le importó el ámbito en el que se odian dos colores. Javier Vargas Pereira, con paciencia de entomólogo, recogió cada vestigio y los articuló en una especie de mapa ficticio, una guía para recorrer un territorio que, en rigor a la verdad, casi no existe.
Un trayecto, un recorrido. Como el del peón inexorable que sueña con ser dama, como el de la torre que desea golpear con saña las murallas del enemigo. Todos, todos ellos, reales e imaginarios, que no saben que la mano señalada del jugador gobierna su destino.